miércoles, 5 de junio de 2013

La travesía del puerto

Lo primero que percibías nada mas llegar al puerto era el olor inconfundible a mar, aceite industrial, gasóleo de barco y un poco de pescado. Todo el mundo sentía como ese característico aroma penetraba dentro de cada uno de nosotros y que ayudaba, a que una vez que subíamos al barco, se convertiese en ocasiones, en un pequeño mareo.

Esta curiosa competición, que aun se realiza, era siempre en verano y consistía en nadar sin parar una cantidad de metros específica que variaba según edad y sexo. Los mas mayores nadaban de 4 a 5 kilómetros, siempre en paralelo con una escollera del puerto para que las personas que habían ido a ver la competición pudiesen animar durante el 100% del trayecto a sus nadadores preferidos.

Muchos nadadores ya iban con el bañador puesto al salir de casa. Si no, te tocaba cambiarte al aire libre bajo la mirada de cientos de personas, ya que no había vestuarios. El gorro de tela, que había que entregarlo cuando terminabas, era obligatorio y si eras novato, te lo ponías sujeto al cuello con unas tiras de tela muy incómodas, si no, te lo anudabas al bañador y santas pascuas. Después de que todo el mundo estuviese correctamente numerado en la piel con rotulador negro y embadurnado con protectores para el sol, productos ajenos al mar, medusas y demás fauna marítima, junto con las gafas de nado correspondientes, tocaba subir al barco pesquero, que nos llevaba a nuestro punto de salida de la prueba.

Dicho inicio, se realizaba en orden ascendente según edad, siendo los pequeños los primeros en tirarse al agua por la borda del barco, en cuanto sonaba la sirena de salida. Siempre había alguien del club en cubierta para organizarlo todo, ya que solía haber una mezcla de nadadores, que había que desenredar cual madeja de hilo, para que hubiese un orden correcto de inicio de competición.

Si eras de los mas pequeños, la caída desde el barco al agua, te parecía como saltar desde una trasatlántico. La pirueta de salida la podías hacer subido desde la misma barandilla o si el barco tenia una pequeña marquesina fuera del mismo, te colocabas astutamente en la misma antes que nadie, para que la caída fuese desde menos distancia y así perder menos tiempo.

Una vez te tirabas al agua del mar, debías seguir una serie de boyas para no perder la tangente de la competición, pero ya fuese que la propia brújula mental la tenías un poco espachurrada ése día o porque otro tuviese ése mismo problema y te empujara poco a poco a desviarte del camino, siempre había unas lanchas de ayuda al nadador, para indicarle la dirección correcta.

Mientras nadabas podías encontrarte con multitud de problemas, pero los que más cantidad te podían causar eran en primer lugar, encontrarte con medusas, que las debías esquivar si no querías recibir un picotazo doloroso. Hubo un años que se suspendió la travesía al haber un banco de medusas bajo el barco, una de éstas medusas, que debía ser el jefe de las mismas, con un diámetro del tamaño de una paella para 25 comensales. Y el segundo problema del nadador en el mar, eran los otros nadadores, que te empujaban, pegaban y tiraban del tobillo del que les precedía, o el espécimen mas irritante, el que se pegaba a tus plantas del pie y no dejaba de tocarte dicha parte hasta que llegabas a meta.

Cuando terminabas, salias del agua escalando grandes rocas de la escollera de meta y recibías un agradable manguerazo de agua dulce y potable por parte del personal de un camión de bomberos que nos esperaba amigablemente para quitarnos de encima del cuerpo, todos los productos, olores y sabores que habíamos paladeado en la travesía.

El ganador de la travesía podía contar posteriormente sus peripecias que le habían llevado a lo alto del podio, pero días después de la competición, los que de verdad hacían corro para contar una buena historia, eran los que relataban como, donde y cuanto, le había picado el bicho más grande que se habían enfrentado en su vida, en las costas del mar Mediterráneo.

Arturo Liberos.

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