Lo primero que percibías nada mas llegar al puerto
era el olor inconfundible a mar, aceite industrial, gasóleo de barco
y un poco de pescado. Todo el mundo sentía como ese característico
aroma penetraba dentro de cada uno de nosotros y que ayudaba, a que
una vez que subíamos al barco, se convertiese en ocasiones, en un
pequeño mareo.
Esta curiosa competición, que aun se realiza, era
siempre en verano y consistía en nadar sin parar una cantidad de
metros específica que variaba según edad y sexo. Los mas mayores
nadaban de 4 a 5 kilómetros, siempre en paralelo con una escollera
del puerto para que las personas que habían ido a ver la competición
pudiesen animar durante el 100% del trayecto a sus nadadores
preferidos.
Muchos nadadores ya iban con el bañador puesto al
salir de casa. Si no, te tocaba cambiarte al aire libre bajo la
mirada de cientos de personas, ya que no había vestuarios. El gorro
de tela, que había que entregarlo cuando terminabas, era obligatorio
y si eras novato, te lo ponías sujeto al cuello con unas tiras de
tela muy incómodas, si no, te lo anudabas al bañador y santas
pascuas. Después de que todo el mundo estuviese correctamente
numerado en la piel con rotulador negro y embadurnado con protectores
para el sol, productos ajenos al mar, medusas y demás fauna
marítima, junto con las gafas de nado correspondientes, tocaba subir
al barco pesquero, que nos llevaba a nuestro punto de salida de la
prueba.
Dicho inicio, se realizaba en orden ascendente según
edad, siendo los pequeños los primeros en tirarse al agua por la
borda del barco, en cuanto sonaba la sirena de salida. Siempre había
alguien del club en cubierta para organizarlo todo, ya que solía
haber una mezcla de nadadores, que había que desenredar cual madeja
de hilo, para que hubiese un orden correcto de inicio de competición.
Si eras de los mas pequeños, la caída desde el
barco al agua, te parecía como saltar desde una trasatlántico. La
pirueta de salida la podías hacer subido desde la misma barandilla o
si el barco tenia una pequeña marquesina fuera del mismo, te
colocabas astutamente en la misma antes que nadie, para que la caída
fuese desde menos distancia y así perder menos tiempo.
Una vez te tirabas al agua del mar, debías seguir
una serie de boyas para no perder la tangente de la competición,
pero ya fuese que la propia brújula mental la tenías un poco
espachurrada ése día o porque otro tuviese ése mismo problema y te
empujara poco a poco a desviarte del camino, siempre había unas
lanchas de ayuda al nadador, para indicarle la dirección correcta.
Mientras nadabas podías encontrarte con multitud de
problemas, pero los que más cantidad te podían causar eran en
primer lugar, encontrarte con medusas, que las debías esquivar si no
querías recibir un picotazo doloroso. Hubo un años que se suspendió
la travesía al haber un banco de medusas bajo el barco, una de éstas
medusas, que debía ser el jefe de las mismas, con un diámetro del
tamaño de una paella para 25 comensales. Y el segundo problema del
nadador en el mar, eran los otros nadadores, que te empujaban,
pegaban y tiraban del tobillo del que les precedía, o el espécimen
mas irritante, el que se pegaba a tus plantas del pie y no dejaba de
tocarte dicha parte hasta que llegabas a meta.
Cuando terminabas, salias del agua escalando grandes
rocas de la escollera de meta y recibías un agradable manguerazo de
agua dulce y potable por parte del personal de un camión de bomberos
que nos esperaba amigablemente para quitarnos de encima del cuerpo,
todos los productos, olores y sabores que habíamos paladeado en la
travesía.
El ganador de la travesía podía contar
posteriormente sus peripecias que le habían llevado a lo alto del
podio, pero días después de la competición, los que de verdad
hacían corro para contar una buena historia, eran los que relataban
como, donde y cuanto, le había picado el bicho más grande que se
habían enfrentado en su vida, en las costas del mar Mediterráneo.
Arturo Liberos.
Arturo Liberos.
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